12/10/12

Tynok el Bárbaro - 7

Tynok despertó en un lecho de pieles. Podía sentir un fuego no muy lejos y abrió los ojos para mirarlo. En efecto estaba cerca y el humo que emanaba de las llamas flotaba lentamente hasta salir por una abertura del techo. Se fijó en el techo y vio que estaba inclinado y que parecía cuero. Estaba en una tienda. Miró bajo las pieles que le cubrían y vio que estaba desnudo y algunos vendajes le cubrían las manos. Fue entonces cuando también se percató de que no estaba solo.

—Tus cosas están a tu lado. No te preocupes, aquí estás seguro.

Aún adormecido buscó la procedencia de aquella voz femenina. Pronto se fijó en que al otro lado del fuego había una figura de pie. No podía verla con claridad por la luz y el humo, pero vestía lo que parecía una túnica de tela tan blanca como el pelo que le caía por la espalda, por lo que Tynok pensó que debía tratarse de una anciana. Removía un caldero al fuego.

—¿Dónde estoy?

La mujer tomó un cuenco y lo llenó con el contenido del caldero.

—Ya tendremos tiempo de hablar, tómate esto.

Al acercarse Tynok pudo ver que se había confundido. La mujer, a pesar de su cabello blanco, apenas llegaría a los treinta. Bien lo atestiguaba su cuerpo aún joven, como Tynok podía apreciar al no llevar ella más que la túnica blanca que se abría por delante y unos dibujos que le cubrían la piel, hechos con pigmento azu.

Le cogió la cabeza al bárbaro con decisión, pero sin brusquedad y le acercó el líquido caliente a los labios. Tynok dudó un momento, pero se dijo que si hubiera querido matarlo ya había tenido oportunidad. Mientras estaba a punto de beber se le pasó por la cabeza que fuera una bruja y estuviera a punto de hechizarlo, pero ya poco podía hacer, atrapado como estaba en manos de la mujer que era más fuerte de lo que parecía. Bebió, saboreó, terminó de beber rápidamente y gritó:

—¡Sabe a muerte!

—Pues es lo que te ha mantenido con vida. Si hubiésemos tardado un poco más en encontrarte no habrías podido saborearlo.

—¿Quiénes sois? ¿Dónde estoy?

—¿No puedes oírlo? Esto es un campamento, nosotros somos galos y esto es una expedición de guerra.

—¿Galos?

Tynok había oído hablar más de una vez de los galos, los salvajes desnudos de los bosques del norte. Aunque los hooglandos, como buenos vecinos, evitaban hablar en tales términos delante de ellos.

—¿Por qué me habéis salvado?

—¿Y por qué no? —preguntó la mujer volviendo a su caldero.

—No valgo nada como prisionero.

—Por eso no eres un prisionero.

—¿Entonces?

—Un huésped hasta que te recuperes. Casi pierdes un par de dedos. ¿Cómo te llamas?

Tynok se lo pensó.

—Tynok.

—Pues bienvenido al campamento de la tribu de los detuatucios, Tynok.

Los nombres de tribus galas solían ser así. Estaban los manubrios, los elusivos, los sovacos, los nervios, los seniles, los vagoncios, los ligones, grábalos... No es que Tynok lo supiera, claro, hasta hacía poco era un condenado perro. De cualquier forma sí recordaba algunas normas de cortesía.

—¿Y quién eres tú? —preguntó a la mujer.

—Me llamo Alda, soy la druidesa de la tribu.

—¿Quieres decir como un druida?

—Sí, pero sin el como.

—Pensaba que los druidas eran señores mayores con barba y túnica blanca que se pasaban el día revolviendo con sus calderos.

—Vaya, dos de cuatro, no está mal —rio Alda—. En fin, levántate, tengo que llevarte ante el rey.

Eso pilló por sorpresa a Tynok.

—¿Cómo?

—Sus órdenes fueron que quería verte en cuanto estuvieses en condiciones. No le hagamos esperar.

Tynok se limitó a asentir y cogió sus pantalones de cuero azul.

—Deja eso ahí —le señaló Alda, ya lista para marchar—. Presentarte vestido ante el rey sería una ofensa.

Tynok pensó para sí que estos galos estaban locos.

Finalmente dejó la prenda y siguió desnudo a Alda hacia el exterior de la tienda.

Allí había otras, también de cuero y decoradas con pinturas azules. Entre ellas iban y venían los detuatucios, completamente desnudos salvo por unas pinturas similares a las de Alda y algún que otro bracalete o casco. Ellos, sin embargo, no tenían el pelo blanco como la druidesa, sino rubio o pelirrojo por lo común. Lo llevaban corto, aunque a menudo acompañado de un importante bigote; tanto hombres como mujeres, aunque fueran pocas estas últimas. Preparaban sus armas y aperos de la batalla y el viaje o se calentaban junto a las hogueras, pues aún hacía frío aunque parecía que hacía tiempo que habían dejado atrás las partes más altas de las montañas.

La tienda de Alda era de buen tamaño, solo la del rey la superaba y no estaba muy lejos, por lo que Tynok tuvo claro a dónde se dirigían poco después de salir. A las puertas estaban apostados dos guardias desnudos, con lanzas.

—¿Quién va? —preguntó uno.

—Traigo al hooglando, Aravecix quiere verlo.

Los guardias se miraron entre ellos y entonces uno de ellos descorrió las pieles que cubrían la entrada.

—Pasad.

Y así lo hicieron. El interior no era muy distinto al de la tienda de Alda. En el centro, alrededor del fuego se sentaban tres hombres. El que estaba de cara a la puerta debía ser Aravecix, pues estaba sentado en una silla más alta de madera y cubierta de pieles que haría las veces de trono. Era un hombre mayor y su pelo ya era blanco, aunque era alto y aún se le notaba fuerte. Miraba a Tynok con un rostro pétreo, estudiándolo. A su derecha se sentaba un hombre más joven, de la altura y complexión de Tynok, con una larga melena roja como el fuego, que miraba al bárbaro entre intrigado y divertido. El último era un hombre gordo, o al menos gordo para lo que era común en un galo, y calvo. Se frotaba las manos con brazaletes de plata mientras miraba a Tynok aburrido. Los tres estaban igual de desnudos que todos los demás.

—Yo soy Aravecix, rey de los detuatucios —declaró en tono solemne y con voz profunda—. ¿Quién viene a mi presencia?

Alda le clavó el codo en las costillas a Tynok.

—Eso va por ti —susurró.

Tynok no dudó mucho.

—Soy Tynok, de Hooglandia.

—Mis hombres te salvaron de la muerte en las montañas. ¿Estás agradecido?

—Así es, majestad.

—Y dime, ¿qué hacías en aquella caverna en un paso de tan pocos conocido, luchando contra un cadáver?

—Intentaba llegar al otro lado de las montañas.

El hombre fuerte de la derecha rio un poco.

—¿Con qué fin? —continuó interrogando Aravecix sin prestar atención.

—Busco a alguien.

—¿Podemos saber a quién?

Mientras lo preguntaba, Aravecix se echaba hacia adelante para ver mejor a Tynok y se frotaba los bigotes.

Tynok no se decidía en responder.

—El rey te ha hecho una pregunta —le dijo Alda para instarlo a hablar, pero sobre todo para romper el incómodo silencio.

—A alguien a quien tengo que matar —respondió al fin.

—¡Ja! —rio apenas Aravecix.

El joven de su derecha lo acompañó con más ganas.

—Parece que tiene coraje, padre —dijo.

—Silencio, Deuteronix —le ordenó Aravecix y se volvió hacia Tynok—. Lo que parece es un espía bromano.

—Eso no es cierto, majestad —se defendió Tynok.

—Tiene razón, buen rey —añadió Alda—. Los bromanos no sabían por dónde cruzaríamos las montañas.

—Razón de más para mandar espías.

—Pero este hombre casi encuentra la muerte en las montañas.

—Deberían mandar espías mejores.

El hombre gordo de su izquierda bostezó y comenzó a mordisquear un trozo de carne.

—Solo está perdido, Aravecix —sentenció Alda—. Y además nos está agradecido.

—Si es así seguro que no tiene inconveniente en devolvernos el favor.

—Como sea necesario, su majestad —respondió Tynok—. Pedidme lo que queráis.

Antes de que Aravecix llegase a hablar intervino Deuteronix.

—Padre, mañana entraremos en batalla. Que luche entre los nuestros, después de todo se nota que es fuerte. Si realmente no es leal, su brazo será bienvenido; si es un espía, probablemente intente alguna estratagema.

Aravecix lo meditó un momento, tirándose insistentemente de los bigotes.

—Nada honra más a un hombre que la valentía en combate —determinó—. Que luche y que los dioses decidan su destino en la batalla. Puedes irte, Tynok de Hooglandia, descansa esta noche, pues mañana estarás muerto.

—Como ordenéis, majestad.

—Majestad —se despidió Alda y ambos se dieron la vuelta para salir.

—Felicidades, Tynok —dijo a sus espaldas Deuteronix—, lucharás codo con codo con los mejores guerreros de Gala.

Mientras salían el hombre gordo empezó a hablar con Aravecix sobre el reparto del botín. El rey se llevó una mano a la calva y lo escuchó con paciencia, como si estuviese harto de tocar ese tema.

Mientras caminaban de vuelta a la tienda, Alda dijo esto a Tynok:

—El que ha hablado a tu favor era Deuteronix, príncipe y mejor guerrero de la tribu. No te dejes engañar por sus palabras amables.

—No lo hago —reconoció Tynok.

—El otro es Kurix el Rico, pero cuando no oye todos le llaman Kurix el Gordo. Aravecix lo necesita a él, a su dinero y a los hombres que le son leales. Ha tenido que hacer concesiones que hubieran avergonzado a su padre.

—Ya veo —confirmó Tynok, aunque realmente no terminaba de comprender a qué se refería la mujer.

Esa noche Tynok durmió en el mismo lecho de pieles donde había despertado por la mañana. Durante la noche, Alda no se apartó de su caldero.

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