19/7/11

El cáliz

El cáliz, un trozo de sol que algún orfebre incauto torció en una bellísmia pieza, yacía inherte en el suelo. Sus ojos multicolor y de incontables facetas miraban sin ver en todas direcciones. Como si de un Argos metálico se tratase, muchos descansaban mirando el charco rojo que se había derramado de su interior; mientras otros vigilaban la mano que debía haberle sostenido.
El candor de los anillos refulgentes contrastaba con el frío de los dedos que los atravesaban. La mano del rey era un colgajo rígido como el resto de su carne. Una carcasa vacía que rellenaba a otra de púrpura, hilo de oro, armiño... y polvo.
Y el alto trono, sepulcro improvisado, sostiene en lo más alto un ángel que se adelanta para recibirnos en su abrazo. Y su canción es terrible: «yo soy el único. Yo soy el destino del mundo».

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