30/1/10

El maestro chuletista

En una torre que se hundía en el cielo el maestro chuletista1 trabajaba. Llevaba a cabo su obra más ambiciosa; usando un monóculo de relojero con el que miraba a través de una potente lupa fija de cristal de Ithak, manejaba, mediante pinzas, unos diminutos cincel y martillo con los que manipulaba un grano de arroz. Y escribía: «…Sábete Sancho, que no es un hombre más que otro, si no hace más que otro…».
Con indescriptible precisión labraba aquel cereal mientras meditaba en su oficio. En otros mundos bien pudiera haber sido considerado un ayudante de tramposos o un tramposo en sí mismo; persona despreciable, vil y mentirosa. En su mundo la chuleta era un género superior, destinado a condensar y ordenar todo el conocimiento por parte de los maestros chuletistas; grandes artesanos, directores del gremio y sabedores prácticamente de cualquier cosa. Y esto no es raro, pues de todos es sabido que lo que se puede decir en veinte palabras resulta más efectivo en cinco; que lo bueno, si breve, dos veces bueno y más en la palma de la mano.
Pero mientras llegaba al pasaje «...que Dios, que es proveedor de todas las cosas, no nos ha de faltar, y más andando tan en su servicio como andamos…» tuvo una pequeña inquietud. Al principio no fue más que una leve molestia, algo que no recordaba, pero que tenía en la punta de la lengua distrayéndole momentáneamente de su labor. Pero fue creciendo y la molestia se convirtió en malestar y el malestar en ansiedad. Y cuando se tuvo que corregir por tercera vez en su labor supo que esa falta no le dejaría concentrarse: no podía recordar su nombre.
Dejó las herramientas, pero no el monóculo —nunca lo hacía— y se levantó de su mesa de trabajo. Estaba en su despacho —que también era, prácticamente, su dormitorio—, empapelado de minúsculos cajones y estanterías donde guardaba todos sus recuerdos en diminutos papelitos por si alguna vez se le olvidaban. Los registró todos, uno por uno y encontró las más diversas cosas; el nombre de su madre, su primer amor, lo que cenó hace dos años y cinco semanas… Pero el único rastro que halló de aquel papel donde un día apuntó su nombre fue un espacio vacío.
Salió apresuradamente de su despacho, abandonándolo en completo desorden. Bajó por las escaleras, pues él trabajaba en la cúspide de la torre, y llegó al propiamente dicho taller; varios pisos llenos de estanterías y mesas de trabajo ocupadas por sus aprendices y ayudantes. Las normas del gremio decían que sólo podía tener un número limitado de estos y aquellos, pero nada decían de los primates de toda condición que el maestro había entrenado para manejar minúsculas máquinas de escribir en sustitución de ayudantes humanos. Los aprendices, por desgracia, necesitaban algo más de humanidad, que no de sesera.
La enorme biblioteca de chuletas que el maestro guardaba y había sido fundada antes del maestro del maestro del maestro del maestro del maestro del maestro de su maestro no era en ese preciso momento, aunque siempre lo había sido, motivo de orgullo. El maestro actual no podía pensar en la vastedad del conocimiento allí almacenado ni en sus futuras o pasadas repercusiones; sólo podía pensar en el lugar en el que podría estar su nombre, perdido entre tantos datos… ¿Cómo había podido olvidar su nombre? No lo sabía, pero le provocaba una sensación horrible que le comprimía el estómago, ¿cómo se llamaría? ¿Tendría alguien su nombre? ¿Con qué fines podría usarlo? ¿Tenía de verdad nombre?
Sin dudarlo más, se lanzó hacia las estanterías y cajoncitos no mayores de tres dedos. Buscó y rebuscó sin parar, dando con todo tipo de cosas inservibles: «Eugene Pintard Bicknell nació el 23 de septiembre de 1859» decía uno, «el Fender Telecaster Bass fue lanzado por Fender en el 68» decía otro, «Confolent-Port-Dieu es una comuna del departamento de Corrèze», «”El color de la magia” es la primera novela publicada del “Mundodisco”», «un gavión es un contenedor de piedras retenidas con malla y alambre» y así muchísimos más…
La desesperación cundía en el interior del atónito maestro ante su, de momento, infructuosa búsqueda que, de seguir así, podría alargarse por siglos, revisando chuletas, chuletas y chuletas. Pero, aunque parecía improbable, una vez calmado, el maestro empezó a ver pautas entre los datos azarosos… Pautas inexplicables e intangibles, pero que veía en algún nombre, alguna fecha, alguna preposición y que inconscientemente le conducían a la siguiente sin poder explicar cómo; como si alguien le hubiese dejado pistas que sólo él podía ver. Y sin quererlo se halló donde nunca hubiera querido en pos de su propio nombre.
Había bajado por debajo de la planta baja de la torre donde su más capacitado aprendiz atendía a los clientes que compraban pequeñas dosis de sabiduría a precio módico. Estaba en los sótanos, una zona oscura e inexplorada incluso para él, donde se guardaban y ocultaban chuletas de tiempos lejanos para evitar que cayeran en malas manos o, peor aún, malos ojos.
El maestro empezó a deambular sin rumbo por los pasillos que sólo su lámpara de aceite conseguía iluminar, preguntándose si podía fiarse de aquellas intuiciones y, de ser así, de qué manera había llegado la chuleta con su nombre a tales rincones. ¿Y qué lo guió por aquellos pasillos húmedos, llenos de irregulares nichos para contener los secretos del gremio, en los que, al cabo de un rato de vagar, oyó un susurro? Sólo un susurro, pero fue creciendo. Creciendo hasta convertirse en un sonido fácilmente perceptible y luego en una risa estridente y cargada de locura.
Una risa que procedía de la puerta metálica de una celda en las entrañas de la torre. La puerta que el maestro franqueó, sin demasiado esfuerzo pues no estaba cerrada, para encontrarse con un anciano que inclinaba su castigado lomo sobre una mesa de trabajo y escribía una chuleta. Igual que hasta hace un momento lo había estado haciendo el maestro en la cima de la torre.
Al principio el maestro no lo reconoció, pues desconocía la existencia de la celda y su huésped. Pero pronto el estudio realizado como aprendiz y los retratos del comedor del gremio le golpearon de lleno: era el maestro del maestro de su maestro, el chuletista legendario, que ahora mismo no trabajaba sino que se reía gritando «¡Ha venido! ¡Ha venido!» y sin apartar la vista de la chuleta que había estado escribiendo en un trozo de madera hasta poco después de que entrara su actual homónimo.
A pesar de lo sorprendente de su presencia y su comportamiento, el más reciente maestro ignoró a su predecesor, seguramente ya senil, y se interesó más por el trabajo que había tenido entre manos. Sobre la mesa vio muchas chuletas, incluso la de su nombre, a la que no prestó más atención que la de guardársela en el bolsillo, y a las demás ni eso. A ninguna más prestó atención ante el terrible mensaje tallado en aquella madera.
Describía este mismo relato, pero más resumido y en el código propio de los chuletistas; hablaba de lo que había estado haciendo en el despacho, de su búsqueda en el taller a través de las intuiciones e incluso de su descenso a los sótanos, concluyendo con su llegada a la celda.
El maestro no pudo creerlo. ¿Acaso aquel viejo había predicho el futuro? No sería extremadamente raro, usando las fórmulas adecuadas, incluso él era capaz de lograr predicciones veladas y su maestro hasta lograba relatos claros. Después de todo ni el futuro ni el pasado existen, son masas informes a las que se da forma por el hecho o el relato, divisiones que el hombre inconsciente realiza para explicar el tiempo; y lo mismo que un chuletista podía escribir sobre el pasado podía escribir, más o menos, sobre el futuro. Pero, por lo que él sabía, tanta extensión y exactitud era imposible para un futuro siempre cambiante. Entonces, ¿qué había hecho aquel viejo durante años, encerrado sin su conocimiento en las más profundas criptas sobre aquel banco de trabajo, para conseguir tal resultado?
Y casi por casualidad llegó a una terrible conclusión. Él y sus antecesores, en muchas ocasiones, manipulaban la historia o las descripciones científicas en pequeña medida. Mentiras que, al ser aceptadas por el común de la humanidad —miles de millones de mentes—, se volvían verdad por la capacidad que tienen tantas razones unidas de cambiar la realidad y, sobre todo, el pasado por ser algo tan variable como el futuro. Pero aquel viejo había dado un paso más: no se había limitado a cambiar el mundo discretamente con la fuerza de millones de mentes ingeniosamente dirigidas, lo había domado como un jinete a un caballo salvaje y, escribiendo aquella chuleta imbuida de fórmulas indescriptibles y de su propia fuerza de voluntad, había conseguido, imponiendo su realidad a la plenamente aceptada, hacer desaparecer la chuleta de su nombre y dirigirlo hasta su madriguera con un propósito incierto.
Ante esto el maestro chuletista hizo lo único que le pareció correcto: salió de la habitación, cerró la puerta con su llave maestra y más tarde ordenó tapiarla para que nunca nadie encontrase al anciano y su secreto. Un secreto que seguramente destruiría el mundo. Y, ¿quién sabe? Quizá el maestro de maestros no inventó esa inconcebible técnica y hace miles de años uno de los maestros chuletistas cuyo nombre se ha perdido en la historia narró que el maestro protagonista reaccionaría así. Quizá narró que este relato sería escrito. Quizá, sólo quizá, incluso narró que alguien terminaría de leerlo en este mismo momento.

1No se trata de un hombre bien entrenado en la preparación de derivados de la carne sino en la fabricación de las popularmente conocidas “chuletas”, anotaciones de cualquier tipo usadas para amañar exámenes o pruebas.

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